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Mil lenguas para cantar

En el siglo XVIII, el inglés Charles Wesley, reputado compositor de himnos para la liturgia protestante, compuso uno inspirado en el texto de Isaías 35,5-6, que leemos este domingo en la Eucaristía. Lo tituló «Oh, si tuviera mil lenguas para cantar». En una de sus estrofas, dice así: «Escuchadle, vosotros, los sordos/ vosotros, los mudos, cantad con lenguas liberadas su alabanza/ vosotros los ciegos, contemplad a vuestro Salvador que viene/ y vosotros, cojos, saltad de alegría». El pasaje de Isaías tiene su cumplimiento en los milagros de Jesús cuando cura a sordos, mudos, cojos, que son los destinatarios de su misión como Mesías. Hoy, en el Evangelio, leemos el de la curación de un sordomudo a quien Jesús sana mediante unos gestos concretos en la región pagana de Sidón, como anuncio de que también a los paganos será anunciado el Evangelio.

            El milagro de Jesús es contado con detenimiento. Le llevan a un sordo, que apenas podía hablar, y le piden que lo sane imponiéndole la mano. Jesús se lo lleva a un sitio retirado de la gente, le mete los dedos en los oídos y con su propia saliva le toca la lengua. Entonces eleva los ojos al cielo y dice en arameo, su lengua materna: «Effetá», que significa «ábrete». Y de inmediato se le abrieron los oídos y se le desató la lengua, de modo que hablaba correctamente. Esta forma de sanar de Jesús, en la que implica sus dedos y su saliva, revela que la naturaleza humana de Jesús es el cauce a través del cual se nos ofrece la gracia, la salvación. Sin embargo, es su palabra poderosa la que es capaz de «abrir» al hombre los sentidos corporales, y, sobre todo, los espirituales. Porque este milagro, como último horizonte de su finalidad, nos remite a la capacidad que el hombre tiene para escuchar a Dios y proclamar sus maravillas como hace el texto de Isaías y el himno de Charles Wesley. Por esta razón, la Iglesia introdujo desde época muy antigua los gestos y la palabra «effetá» de Jesús en el rito bautismal. Haciendo el mismo gesto de Jesús —tocar los oídos y la boca del neófito—, el sacerdote pronunciaba también en arameo —effetá— la misma palabra de Jesús, indicando así que el Salvador se hacía presente en la liturgia bautismal. También hoy, aunque ha quedado como facultativo, se puede hacer este rito.

            Por otra parte, la aclamación final de la gente asombrada por el milagro —«todo lo ha hecho bien»— recuerda las palabras del Génesis al final de la creación: «Y vio Dios que todo era bueno». Este paralelismo es de enorme importancia, porque, de modo indirecto, se presenta a Jesús restaurando la creación en la persona de un sordomudo. Dios hizo todas las cosas perfectas, pero el pecado ha introducido un principio de destrucción en el mundo, que Cristo ha venido a restaurar. De ahí que su obra sea considerada por san Pablo como una «nueva creación». En sus milagros, Cristo aparece como restaurador del hombre caído, que somos todos nosotros, y, al devolver la salud o al resucitar a los muertos, viene a enseñar que él es, no sólo el Creador —junto al Padre y al Espíritu— en los orígenes del mundo, sino el que viene a reordenar el caos que ha introducido el pecado y dirigirnos hacia la plenitud de nuestra naturaleza. «Ábrete» es una palabra sumamente expresiva y simbólica de la obra de Cristo. Ha venido a abrirnos a la gracia de Dios, dado que el hombre, por la inclinación al pecado, tiende a cerrarse en sí mismo y vivir, como decía san Agustín, encorvado sobre sí mismo, es decir, cerrado a la influencia de la gracia. Si, por el contrario, se abre a Dios, experimenta que su vida se convierte en un himno de acción de gracias y de alabanza como si en realidad tuviera «mil lenguas para cantar».